Una bandera roja en el desierto de La Guajira

Ene 13, 2025

Por Alfredo González y Juan Camilo Castañeda Arboleda

El 6 de diciembre del 2016, las autoridades del pueblo wayuu se reunieron para buscar soluciones a la situación de los niños que mueren por desnutrición en La Guajira. Ese día, sesenta líderes se declararon en asamblea permanente y fundaron el Movimiento Indígena Nación Wayuu. Desde entonces exigen al Estado la atención efectiva de los problemas que causan la desnutrición infantil.

José Silva salió de la comunidad de Petsuapa, en el municipio de Manaure, a los 7 años, rumbo a Riohacha, la capital de La Guajira. Se fue por decisión de sus padres, quienes con mucho esfuerzo pagaron el viaje y su estadía para que pudiera estudiar. En esa época, a mediados de los ochenta, los habitantes de la ranchería Petsuapa estaban sumidos en la pobreza. No tenían agua, ni escuelas apropiadas, ni centros de salud.

José se preguntaba entonces por qué tenía que irse de su tierra, lejos de la familia, para tener una vida mejor. Cuestionaba por qué en los parajes guajiros, donde vive el pueblo indígena wayuu, la gente vivía tan mal.

Después de estudiar unos años en Riohacha, sus padres le dijeron que debía irse para Barranquilla, donde, desde 1998, hizo los cursos básicos que ofrecía la Policía Nacional. En el 2002, se fue para Bogotá a estudiar la especialización en manejo de explosivos. Cuando terminó el curso, regresó a Barranquilla para integrar el grupo de antiexplosivos de la Seccional de Investigación Judicial (Sijín).

Por su valentía, en las oficinas de la Sijín lo llamaban el Loco Silva. Este indígena wayuu, del clan apüshana, contó que aprovechó sus años de servicio en la Policía para formarse en derechos humanos.

Junto a otros compañeros, fundó una oficina jurídica para asesorar y librar casos en reivindicación de los derechos de las comunidades wayuu. “Era una forma de ayudar a mis hermanos indígenas. Sentía que en la Policía ya trabajaba por los derechos humanos de la población, pero aun así me sentía atado a una institucionalidad, pudiendo hacer mucho más”, explicó José.

El pueblo wayuu

La Guajira queda en la zona más septentrional de Colombia, bordeando el mar Caribe. Está conformado por 15 municipios: Riohacha, Uribia, Manaure, Maicao, Dibulla, Albania, Hatonuevo, Barrancas, Fonseca, Distracción, San Juan del Cesar, El Molino, Villanueva, Urumita y La Jagua del Pilar.

Según el DANE, más de un tercio de sus habitantes, unos 380 mil, son indígenas wayuu que están organizados en 21 resguardos reconocidos por el Estado. Son el pueblo indígena más grande del país; de tradición oral y hablan wayuunaiki. A través de cuentos, relatos y canciones transmiten desde tiempos remotos sus prácticas, tradiciones, saberes, mitos, creencias y valores.

La organización social de estos indígenas de La Guajira es compleja. Se dividen en 22 clanes y en cada uno de ellos la línea sanguínea de las madres marca la jerarquía. De hecho, las mujeres wayuu son las que conducen los clanes y tienen la responsabilidad de representarlos en espacios públicos.

La mayor parte del territorio guajiro es árido, desértico. Allí la población wayuu vive en vecindarios que se dividen en núcleos más pequeños, a los que llaman rancherías. Estas se componen de cinco o seis casas, en las que viven familias matrilineales.

En medio del desierto, este pueblo ha vivido históricamente de la cría de chivos, cabras y vacas. Así como de pequeñas huertas cultivadas con maíz, fríjol, yuca, ahuyama, pepino, melón y patilla. En las zonas costeras, algunas rancherías sacan provecho de la pesca, y en las últimas décadas se han dedicado al comercio de sus artesanías, en especial, de sus mochilas tejidas que son reconocidas en todo el país.

En el país, las condiciones de vida de estos indígenas son de las más indignas. Según el DANE, el 90,6% de su población no tiene acceso a agua potable; el 78% no tiene electricidad en los hogares; y el 93,4% no tiene alcantarillado. De acuerdo con esta entidad, la mitad de los indígenas wayuu vive en la miseria.

Mientras tanto, frente a sus rancherías, cinco trenes de 140 vagones cada uno transportan diariamente 80 mil toneladas de carbón, que es propiedad de la multinacional Cerrejón. El ferrocarril atraviesa La Guajira, desde el municipio de Albania, en el sur, en donde se encuentra una de las minas a cielo abierto más grandes del mundo, hasta Puerto Bolívar, extremo norte de la península, donde embarcan todo el carbón para enviarlo a otros países y continentes.

Un estudio publicado por el CINEP en el 2020 reveló que Cerrejón tiene concesionadas 69 393 hectáreas. Según el documento, 24 comunidades de campesinos, indígenas y afrodescendientes fueron desplazadas por la empresa minera entre 1985 y el 2020; los territorios de 12 de ellas desaparecieron porque fueron absorbidos por la mina.

Además de las consecuencias territoriales, la mina tiene efectos sobre el medioambiente. El más doloroso para las comunidades de La Guajira, probablemente, son las afectaciones al agua disponible para el consumo humano.

Un que se agudiza con las largas sequías. Además, en el año 2010 se construyó el embalse El Cerrado sobre el río Ranchería, que tenía el propósito de nutrir un sistema de riego para los cultivos y los acueductos de varios municipios guajiros. Pero la obra se quedó a mitad de camino porque no se terminaron las líneas de conducción del líquido, por lo que su única función es regular el caudal del río. “Para los wayuu, lo que prometía ser esperanza se convirtió en muerte. Después de la construcción de la represa los caudales del agua superficial y subterránea disminuyeron, intensificando los efectos de la extrema sequía”, explicó el Observatorio de Conflictos Ambientales de la Universidad Nacional de Colombia en una publicación del 2019.

Una causa propia

Entre el 2008 y el 2015, murieron en La Guajira 4770 niños debido a la falta de acceso al agua potable y al grave estado de desnutrición. La cifra, que da cuenta de la emergencia humanitaria que vive el pueblo wayuu, la dio a conocer la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en la resolución 60 del 11 de noviembre del 2015.

En ese documento, la CIDH dictó medidas cautelares al Estado colombiano para que “adopte las medidas necesarias para preservar la vida y la integridad personal de las niñas, niños y adolescentes de las comunidades de Uribia, Manuaure, Riohacha y Maicao del pueblo wayuu, en el departamento de La Guajira”.

En la comunidad Katzaliamana, kilómetro 70 de la línea férrea de Cerrejón, justo antes de Uribia, la líder María Rosario Ruiz Ipuana vive esa dura realidad que describió la CIDH en la resolución. Ella, preocupada por el panorama sombrío, citó a una reunión a las autoridades tradiciones de La Guajira. Al encuentro, que se llevó a cabo el 6 de diciembre del 2016, llegaron 60 representantes de clanes wayuu de Uribia, Manaure, Riohacha, Albania, Hatonuevo, Distracción y Fonseca.

“La idea de esta reunión fue conversar y reflexionar sobre el papel que teníamos como personas mayores, líderes y autoridades de nuestras comunidades frente a la situación de pobreza, desnutrición y abandono estatal que sufrimos”, relató la líder.

En la reunión, estaban preocupados particularmente por los operadores de alimentación que fueron contratados por el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) en el 2016. Según explicó María Rosario Ruiz Ipuana, esta institución del Estado, encargada de proteger los derechos de los niños y las niñas del país, elaboró los contratos sin hacer la consulta previa a las comunidades wayuu.

A esa reunión asistió José Silva, quien recordó: “Para este momento yo estaba recién pensionado de la Policía Nacional y con muchas fuerzas para explayar todas mis energías en la causa de la defensa de los derechos humanos. Por eso me uní a la causa de las autoridades tradicionales reunidas en la casa de la señora María Rosario, buscando visibilizar los problemas que estaban causando en nuestros territorios las actividades de extracción y las operaciones de las distintas instituciones del Estado, que no eran coherentes con nuestro contexto indígena, como en el caso del ICBF”.

Ese 6 de diciembre del 2016, las autoridades también crearon el Movimiento Indígena Nación Wayuu, una colectividad a la que le encargaron la misión de defender los derechos humanos, el gobierno propio y el ejercicio de autoridad del pueblo étnico de La Guajira, y que en el 2017 consiguió su personería jurídica como organización no gubernamental.

A José Silva, por su experiencia, su conocimiento pleno de la cultura, su manejo de la lengua wayuunaiki y su compromiso con la defensa de la dignidad de los pueblos indígenas, las autoridades tradicionales lo nombraron líder de Nación Wayuu. En ese momento, José empezó a documentar detalladamente el conflicto que tenían con el ICBF, institución que vulneró el derecho fundamental a la consulta previa.

La palabra y el diálogo

Ante los conflictos que enfrentaba la comunidad en su territorio, una de las medidas fue citar a La Guajira a entidades de los gobiernos local y regional, a la minera Cerrejón y al ICBF para expresarles cuáles eran las necesidades de las comunidades y pedirle a esta última institución que cumpliera con la consulta previa para designar a los operadores de los programas de alimentación.

Rápidamente, el 21 de diciembre del 2016, se dio el encuentro entre las autoridades wayuu y Gloria Brito Choles, directora regional encargada del ICBF, en la sede de esa institución en Riohacha. Según José Silva, la directora encargada les respondió que el ICBF es una entidad autónoma en sus decisiones, y que la consulta previa no aplicaba en el caso de la selección de los operadores de los programas de alimentación.

Los ánimos se caldearon ante la respuesta. Así, acordaron otra reunión para el 27 de diciembre, esta vez en la comunidad de Katzaliamana, donde las autoridades indígenas se encontraban en asamblea permanente. Pero ese día llegó y la directora regional no asistió al encuentro. Envió a Milene Palacio, coordinadora zonal del ICBF de Manaure, quien reiteró que la entidad era autónoma en sus decisiones.

Hubo una mesa de concertación en enero de 2017 en la enramada de María Rosario Ruiz Ipuana, en Katzaliamana, que para ese momento ya se había convertido en el punto de la resistencia indígena. Asistieron los alcaldes de Manaure y Uribia, y hasta el gobernador de La Guajira, pero los funcionarios del ICBF faltaron a la cita.

Ante el desplante, las autoridades wayuu nombraron al gobernador González Brito como putchipuu (palabrero), la persona de la comunidad que ayuda a resolver los conflictos, con la misión de ir a Bogotá y decirle al entonces presidente Juan Manuel Santos que lo esperaban para hablar sobre la atención a los niños.

El 17 de enero del 2017, en la Gobernación de La Guajira, representantes de las autoridades wayuu, entre los que se encontraba José Silva, se reunieron con Carlos Eduardo Correa Escaf, alto consejero presidencial para las regiones que fue enviado por el presidente Santos, y con el gobernador del departamento. Durante cuatro horas hablaron del conflicto que tenían con el ICBF, y José Silva le entregó a Correa Escaf un extenso documento donde se plantearon otros problemas del pueblo wayuu.

Al final del encuentro, el funcionario del Gobierno central dijo que se tenía que hacer un censo de la población infantil para que el ICBF atendiera al 100 % de los niños, y aseguró que revisaría los conflictos que los indígenas tenían con la entidad. Así, las autoridades indígenas pusieron fin a la asamblea permanente que habían declarado el 6 de diciembre del 2016.

Pocos días después de la reunión con el delegado del Gobierno nacional, los líderes indígenas empezaron a recibir amenazas. El 24 de enero del 2017, José Silva, Judith Rojas, Yelencia Gutiérrez, Cristóbal Cuadrado, Luis Carlos Blanco, Laurina Gutiérrez, Edis González, Rosa Iguarán y Pablo Ojeda recibieron mensajes de texto en sus celulares, que decían: “Desistan de las denuncias o morirán porque a todos los tenemos ubicados”.

Ante las amenazas de muerte y la desprotección, las autoridades indígenas wayuu se volvieron a declarar en asamblea permanente el 30 de enero del 2017. Como no recibieron respuesta por parte de las instituciones que debían protegerlas, el 31 de enero, hombres y mujeres de la comunidad salieron de nuevo a bloquear la vía férrea de Cerrejón y una carretera nacional. Llevaron consigo una bandera roja con letras blancas que se agitaba con el fuerte viento guajiro y que decía: Nación Wayuu.

En lugar de recibir a funcionarios del Estado, el 2 de febrero, cuando ya completaban 36 horas de bloqueo, encontraron nuevos panfletos amenazantes en la comunidad Katzaliamana. “Advertencia. Tienen 24 horas para que desalojen la vía y se retiren del proceso que ustedes ya saben. Están todos identificados y ubicados. No se hagan matar por lo que no es de ustedes y si quieren saber quiénes somos… Rastrojos de Colombia”.

Al día siguiente, llegaron al kilómetro 70 Luis Enrique Solano, alcalde de Uribia; Wilson Rojas, secretario de gobierno municipal; el coronel Tito Yecid Castellanos Tuay, comandante de la Policía del departamento de La Guajira; el general Pablo Alfonso Bonilla, comandante de la Décima Brigada del Ejército; Soraya Mercedes Escobar, de la Defensoría del Pueblo, y directivos de la minera Cerrejón. “Supuestamente, con la finalidad de brindarnos seguridad a los líderes y autoridades tradicionales”, dijo José Silva.

Pero al otro día, el 4 de febrero, a las 11:40 de la noche, un operativo policial a cargo del Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad) sorprendió a los indígenas wayuu que estaban en el bloqueo. “Unos doscientos hombres, fuertemente armados y vestidos de negro, despojaron a las lideresas y autoridades de sus propiedades, tales como dinero en efectivo, un computador portátil, chinchorros, mochilas, teléfonos celulares, víveres, sillas, mesas, entre otras pertenencias”, narró José Silva.

Un día después del operativo policial, doce mujeres wayuu salieron nuevamente a la vía férrea de Cerrejón, donde todavía estaban haciendo guardia los hombres del Esmad. Las autoridades del pueblo wayuu continuaron en asamblea permanente.

José Silva, junto con líderes de Manaure y Uribia, hizo una base de datos con los nombres de 1500 niños wayuu de esos municipios, que habían sido excluidos de los programas de alimentación del ICBF. Enviaron esa información a la institución en mayo del 2017 para que fueran incluidos, pero la entidad estatal respondió que 500 de ellos ya estaban dentro de los programas.

José Silva se dio cuenta de que había irregularidades en los registros del ICBF cuando vio que en las estadísticas aparecían niños atendidos en las comunidades de Katzaliamana, Ishapa, Ishirruwow, Warrarrat, Parillen, Damasto, Irruain Ichichon y Juliakat, pero que según su documentación a esas rancherías no habían llegado los operadores de los programas de alimentación en ningún momento del año 2017.

Debido a esas irregularidades, y a que cinco meses después de enviada la base de datos más de cien niños seguían sin estar incluidos en el programa de alimentación, las autoridades de Nación Wayuu, representadas por José Silva, interpusieron una tutela ante el Tribunal Superior del Distrito Judicial de Riohacha. Exigían que el ICBF garantizara el derecho fundamental a la consulta previa el 17 de octubre.

Un mes después, la Sala de Decisión Civil, Familia y Laboral de ese Tribunal concedió la tutela a las autoridades indígenas wayuu representadas por José Silva, y ordenó a “las señoras directoras de los niveles central y regional del ICBF priorizar la realización de la consulta previa con las comunidades indígenas accionantes, exclusivamente para la aplicación del enfoque diferencial en los programas de primera infancia que involucren a los menores miembros de la comunidad wayuu, trámite que no puede exceder el término de tres meses para su finalización”, dice en la sentencia que tiene el consecutivo 122 de dicho tribunal. A pesar de que la orden del juez fue clara, hasta agosto del 2022 el ICBF no había hecho la consulta previa.

El 8 de mayo del 2017, la Corte Constitucional de Colombia declaró el estado de cosas inconstitucional en La Guajira, mediante la sentencia T-302-2017, debido a las vulneraciones sistemáticas de los derechos de los niños y las niñas wayuu. En el texto, la Corte dictó 210 órdenes para que 25 instituciones trabajaran por la protección de los derechos al agua, la alimentación y la salud, entre otros.

En la sentencia, la Corte pidió información a cada una de las entidades que tienen responsabilidades en la protección de los derechos de los niños wayuu. En cuanto al ICBF, pudo constatar que la institución tenía en marcha programas de atención alimentaria, pero le pidió a la entidad que ampliara la cobertura, mejorara la ejecución presupuestal y reformulara sus lineamientos para que fueran compatibles con la cultura wayuu.

El 13 de mayo del 2022, la Corte Constitucional emitió el auto 1193-21, en el cual hizo seguimiento al cumplimiento de la sentencia T-302-2017. El tribunal confirmó que los indígenas estaban disgustados con el ICBF porque la entidad no consultaba su opinión antes de ejecutar los programas de atención alimentaria, y porque difundía la falsa idea de que las comunidades indígenas dificultan la implementación de las políticas públicas.

Han pasado varios años desde que las sesenta autoridades wayuu se declararon en asamblea permanente en la comunidad Katzaliamana. En ese tiempo, según las cifras oficiales, murieron en La Guajira 364 niños menores de cinco años por causas asociadas a la desnutrición.

José Silva manifestó que su trabajo por los derechos humanos y la resistencia de su pueblo terminarán cuando los wayuu puedan disfrutar de una vida plena y no tengan que irse a las grandes ciudades para buscar un mejor futuro. Mientras eso no ocurra, agregó, la bandera roja de la Nación Wayuu ondeará en La Guajira.

Este texto hace parte del libro Defender el territorio, de la colección periodística “Defender”, publicado en una colaboración entre el Programa Somos Defensores y Hacemos Memoria.

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